Guillermo Zuccotti |
Mientras la Organización Internacional del Trabajo (OIT) se prepara para la celebración del centésimo aniversario de su fundación, el futuro del trabajo está en debate.
Cuando se nos convoca a nosotros los trabajadores para que discutamos este tema a la luz del contexto mundial actual, pensamos en el valor social de la reconsideración del trabajo como impulsor de la movilidad social ascendiente, un enfoque que debe ser defendido en el escenario internacional.
La crisis del Estado de bienestar
La crisis del bienestar de la década de 1970, que se caracterizaba por un conjunto de cambios en los patrones de producción, está en la base de diferentes explicaciones de la crisis del trabajo —en especial, del trabajo asalariado (Gorz 1982, Fitoussi y Rosanvallon 1997)— que llegaron al extremo de pronosticar el fin del trabajo (Rifkin 1996), en una argumentación que orientaría el pensamiento de organizaciones internacionales como el FMI y el Banco Mundial en la materia.
Desde entonces el mundo ha seguido su incesante marcha hacia la segunda mejor opción en términos de la calidad del trabajo humano y de la normativa asociada del derecho de trabajo. Lo evidencia la institucionalización del trabajo informal como forma de producción y fuente laboral. Esta informalidad fue también responsable del incremento extraordinario de la ganancia y su concentración en las manos de algunos pocos que convirtieron los mercados de nuestros países en oligopolios.
En este contexto las recetas que se han usado para impulsar el crecimiento económico no han sido eficaces a la hora de resolver los desequilibrios sociales resultantes de la desigualdad; a lo sumo dieron paso a una concentración de la riqueza que excluye a los estructuralmente pobres. Esto se verifica empíricamente a partir del examen de los procesos a nivel nacional que han tenido una influencia muy limitada sobre la distribución del ingreso y la desigualdad como causas de la pobreza endémica, incluso cuando promovieron políticas sociales activas, y a pesar de años de crecimiento económico.
Si a esto le agregamos la concentración de la riqueza en algunos sectores de la economía, el peso de la transnacionalización del trabajo y el comercio de productos intermedios a través de las cadenas globales de suministro, podemos determinar otra fuerza impulsora de la concentración económica, que opera a menudo en detrimento de la calidad del trabajo, a pesar de la participación de empresas nacionales en el proceso.
Todo esto parece funcionar, porque la nueva y más compleja versión de la división social del trabajo continúa generando incrementos de productividad capaces de satisfacer al que toma las decisiones a nivel internacional.
La economía informal estructural, las brechas de productividad del trabajo, y los déficits en el ejercicio del gobierno en los países en desarrollo redundan en un tipo de competitividad que sofoca las oportunidades de desarrollo de esos países.
Más allá de la esfera del trabajo
Por las razones expuestas el debate sobre el futuro del trabajo debe trascender la esfera del trabajo. La cantidad y calidad del trabajo disponible constituyen variables que dependen del desarrollo productivo a nivel regional, la promoción de políticas generales y una orientación macro, micro y mesoeconómica al servicio de la democratización de la producción en un entorno de estricto respeto de los derechos laborales, sociales y sindicales. Luego de las experiencias fracasadas de América Latina la nueva generación de políticas industriales debe evitar los errores que se cometieron en el pasado y asimilar el cambio tecnológico para añadir valor a la economía real, es decir en las actividades de producción de bienes y servicios intensivos en mano de obra.
En este sentido resulta pertinente recurrir a una estrategia de intervención que trascienda el contexto nacional; la incapacidad de medir los indicadores que dan cuenta de la creciente concentración económica y los déficits en materia de regulaciones de calidad a nivel mundial contribuyen a un proceso de concentración que obstaculiza el desarrollo socioeconómico. La no intervención en estos aspectos tiene un efecto de consolidación, por ejemplo en la estructura regresiva de los sistemas impositivos que resultan tan característicos para los países de América Latina y actúan como factores impulsores de una desigualdad aún mayor.
La ausencia de una política de desarrollo productivo, de “democratización” de los mercados, y de intervenciones políticas tendientes a fomentar la producción de servicios y bienes finales acentúa las brechas de productividad, agravando así una relación de desigualdad que significa que la competitividad sea una falacia en nuestros países o, peor aún, que quienes más sufran sean los trabajadores que se encuentran expuestos a las condiciones precarias y la pobreza estructural.
En este contexto el futuro del trabajo queda en suspenso, porque se presume que ante los cambios tecnológicos la oferta de empleo actual se empeorará. Si a esto se agrega la precariedad persistente de los empleos disponibles, parece necesario que se debe actuar.
El futuro
Por esta razón debemos considerar un cambio de los paradigmas económicos, sociales y no laborales. El culto a la eficiencia económica sin pensar en la productividad como un fenómeno sistémico nos enfrenta a la paradoja de una economía que estaría operando a favor de la concentración económica.
El debate actual en el seno de la OIT nos obliga a incorporar nuevos elementos fundacionales, como por ejemplo el Convenio núm. 1, de 1919: entre ellos, quizás, la reducción de la jornada laboral a partir de la reformulación de la teoría del valor-trabajo, la valoración social de la ocupación como factor estructurador de las sociedades, y el reconocimiento de parte de los principales actores del comercio mundial de que la competitividad debe estar basada en condiciones que respeten los derechos sociales y laborales.
Políticas productivas de este tipo conllevarían resultados macroeconómicos no cíclicos coherentes. El desarrollo sostenible parte de la premisa de un orden natural en el cual cada revolución tecnológica genera un extraordinario incremento de la productividad, niveles crecientes de empleo y un bienestar social mejorado a largo plazo. En la actualidad los actores sociales disponen de instrumentos más sofisticados para mitigar los cambios indeseados que se producen a corto plazo: las negociaciones colectivas, los sistemas de seguridad social y los sistemas impositivos constituyen herramientas poderosas para cambiar los patrones de distribución del ingreso y de producción en el marco de contextos políticos democráticos.
Incluso después de la primavera progresista que hizo coincidir gobiernos con tendencias redistributivas en la región durante la primera década del siglo, América Latina no ha dejado de ser la región más desigual del mundo, a pesar de que los países que se habían embarcado en la reforma de sus sistemas impositivos aumentaran su carga tributaria como forma de financiar el incremento del gasto público, con el fin de expandir la cobertura social.
En términos de una rápida inclusión se trató de esquemas exitosos; sin embargo, no han sido capaces de traducir la inclusión y los indicadores de crecimiento económico en desarrollo. No ha cambiado la estructura de mercados concentrados, al tiempo que la política industrial alimentó procesos de concentración sectorial aún mayores.
En lo que a la equidad y la justicia distributiva se refiere, queda mucho por hacer en los sistemas impositivos de la región, sobre todo si queremos mantener unos sistemas impositivos que obligan al Estado a trabajar por quienes más lo necesitan.
El desarrollo productivo efectivo va unido a la diversificación de los patrones de producción y la complementariedad interregional, generando así la posibilidad real de aumentar los niveles de competitividad en comparación con el resto del mundo. Los principios que sustentan esta premisa incluyen la adopción de una gobernanza mundial que prevenga la violación de los derechos laborales, sociales y sindicales y potencie la consolidación del crecimiento económico sostenible y el incremento de la influencia en el comercio internacional.
Todo esto resulta fundamental, porque estamos atravesando un período marcado por el intento de esconder el conflicto distributivo detrás de la convicción de que el trabajo humano, tal como lo conocemos, está condenado a desaparecer. No debemos confundir esto con la destrucción y creación de empleo en el marco de un paradigma tecnológico cambiante: detrás de la economía de los pequeños encargos (“”), la promoción de la figura del empresario y la individualización de las condiciones de trabajo está el afán de concentrar el ingreso, en detrimento de un grupo específico, los trabajadores.
En un contexto en que las economías nacionales han cedido una parte de su soberanía a empresas transnacionales que concentran las ganancias provenientes de las otras unidades económicas participantes de la cadena de suministros, alentar y promover la transparencia y las políticas anti-corrupción impactan directamente en la sostenibilidad del desarrollo económico y la calidad de las instituciones del trabajo.
El hecho de reconocer el conflicto distributivo significa que se da legitimidad a las organizaciones que representan los actores sociales, asegurando así el respeto de esos actores y de la institucionalidad. Numerosas expresiones nuevas del trabajo flexible y precario se presentan como “parainstitucionales”, sin representación y silenciosas, pero muy presentes a la hora de sustituir la cultura del trabajo basada en el enfoque de derechos.
Debemos comprender que el desarrollo productivo y el diseño renovado de los patrones de producción sostenible para verdaderos empresarios y trabajadores tienen que ser acompañados del reconocimiento de los derechos de todos y la justicia social para todos, para que la cohesión social duradera sea posible.
Cuando se nos convoca a nosotros los trabajadores para que discutamos este tema a la luz del contexto mundial actual, pensamos en el valor social de la reconsideración del trabajo como impulsor de la movilidad social ascendiente, un enfoque que debe ser defendido en el escenario internacional.
La crisis del Estado de bienestar
La crisis del bienestar de la década de 1970, que se caracterizaba por un conjunto de cambios en los patrones de producción, está en la base de diferentes explicaciones de la crisis del trabajo —en especial, del trabajo asalariado (Gorz 1982, Fitoussi y Rosanvallon 1997)— que llegaron al extremo de pronosticar el fin del trabajo (Rifkin 1996), en una argumentación que orientaría el pensamiento de organizaciones internacionales como el FMI y el Banco Mundial en la materia.
Desde entonces el mundo ha seguido su incesante marcha hacia la segunda mejor opción en términos de la calidad del trabajo humano y de la normativa asociada del derecho de trabajo. Lo evidencia la institucionalización del trabajo informal como forma de producción y fuente laboral. Esta informalidad fue también responsable del incremento extraordinario de la ganancia y su concentración en las manos de algunos pocos que convirtieron los mercados de nuestros países en oligopolios.
En este contexto las recetas que se han usado para impulsar el crecimiento económico no han sido eficaces a la hora de resolver los desequilibrios sociales resultantes de la desigualdad; a lo sumo dieron paso a una concentración de la riqueza que excluye a los estructuralmente pobres. Esto se verifica empíricamente a partir del examen de los procesos a nivel nacional que han tenido una influencia muy limitada sobre la distribución del ingreso y la desigualdad como causas de la pobreza endémica, incluso cuando promovieron políticas sociales activas, y a pesar de años de crecimiento económico.
Si a esto le agregamos la concentración de la riqueza en algunos sectores de la economía, el peso de la transnacionalización del trabajo y el comercio de productos intermedios a través de las cadenas globales de suministro, podemos determinar otra fuerza impulsora de la concentración económica, que opera a menudo en detrimento de la calidad del trabajo, a pesar de la participación de empresas nacionales en el proceso.
Todo esto parece funcionar, porque la nueva y más compleja versión de la división social del trabajo continúa generando incrementos de productividad capaces de satisfacer al que toma las decisiones a nivel internacional.
La economía informal estructural, las brechas de productividad del trabajo, y los déficits en el ejercicio del gobierno en los países en desarrollo redundan en un tipo de competitividad que sofoca las oportunidades de desarrollo de esos países.
Más allá de la esfera del trabajo
Por las razones expuestas el debate sobre el futuro del trabajo debe trascender la esfera del trabajo. La cantidad y calidad del trabajo disponible constituyen variables que dependen del desarrollo productivo a nivel regional, la promoción de políticas generales y una orientación macro, micro y mesoeconómica al servicio de la democratización de la producción en un entorno de estricto respeto de los derechos laborales, sociales y sindicales. Luego de las experiencias fracasadas de América Latina la nueva generación de políticas industriales debe evitar los errores que se cometieron en el pasado y asimilar el cambio tecnológico para añadir valor a la economía real, es decir en las actividades de producción de bienes y servicios intensivos en mano de obra.
En este sentido resulta pertinente recurrir a una estrategia de intervención que trascienda el contexto nacional; la incapacidad de medir los indicadores que dan cuenta de la creciente concentración económica y los déficits en materia de regulaciones de calidad a nivel mundial contribuyen a un proceso de concentración que obstaculiza el desarrollo socioeconómico. La no intervención en estos aspectos tiene un efecto de consolidación, por ejemplo en la estructura regresiva de los sistemas impositivos que resultan tan característicos para los países de América Latina y actúan como factores impulsores de una desigualdad aún mayor.
La ausencia de una política de desarrollo productivo, de “democratización” de los mercados, y de intervenciones políticas tendientes a fomentar la producción de servicios y bienes finales acentúa las brechas de productividad, agravando así una relación de desigualdad que significa que la competitividad sea una falacia en nuestros países o, peor aún, que quienes más sufran sean los trabajadores que se encuentran expuestos a las condiciones precarias y la pobreza estructural.
En este contexto el futuro del trabajo queda en suspenso, porque se presume que ante los cambios tecnológicos la oferta de empleo actual se empeorará. Si a esto se agrega la precariedad persistente de los empleos disponibles, parece necesario que se debe actuar.
El futuro
Por esta razón debemos considerar un cambio de los paradigmas económicos, sociales y no laborales. El culto a la eficiencia económica sin pensar en la productividad como un fenómeno sistémico nos enfrenta a la paradoja de una economía que estaría operando a favor de la concentración económica.
El debate actual en el seno de la OIT nos obliga a incorporar nuevos elementos fundacionales, como por ejemplo el Convenio núm. 1, de 1919: entre ellos, quizás, la reducción de la jornada laboral a partir de la reformulación de la teoría del valor-trabajo, la valoración social de la ocupación como factor estructurador de las sociedades, y el reconocimiento de parte de los principales actores del comercio mundial de que la competitividad debe estar basada en condiciones que respeten los derechos sociales y laborales.
Políticas productivas de este tipo conllevarían resultados macroeconómicos no cíclicos coherentes. El desarrollo sostenible parte de la premisa de un orden natural en el cual cada revolución tecnológica genera un extraordinario incremento de la productividad, niveles crecientes de empleo y un bienestar social mejorado a largo plazo. En la actualidad los actores sociales disponen de instrumentos más sofisticados para mitigar los cambios indeseados que se producen a corto plazo: las negociaciones colectivas, los sistemas de seguridad social y los sistemas impositivos constituyen herramientas poderosas para cambiar los patrones de distribución del ingreso y de producción en el marco de contextos políticos democráticos.
Incluso después de la primavera progresista que hizo coincidir gobiernos con tendencias redistributivas en la región durante la primera década del siglo, América Latina no ha dejado de ser la región más desigual del mundo, a pesar de que los países que se habían embarcado en la reforma de sus sistemas impositivos aumentaran su carga tributaria como forma de financiar el incremento del gasto público, con el fin de expandir la cobertura social.
En términos de una rápida inclusión se trató de esquemas exitosos; sin embargo, no han sido capaces de traducir la inclusión y los indicadores de crecimiento económico en desarrollo. No ha cambiado la estructura de mercados concentrados, al tiempo que la política industrial alimentó procesos de concentración sectorial aún mayores.
En lo que a la equidad y la justicia distributiva se refiere, queda mucho por hacer en los sistemas impositivos de la región, sobre todo si queremos mantener unos sistemas impositivos que obligan al Estado a trabajar por quienes más lo necesitan.
El desarrollo productivo efectivo va unido a la diversificación de los patrones de producción y la complementariedad interregional, generando así la posibilidad real de aumentar los niveles de competitividad en comparación con el resto del mundo. Los principios que sustentan esta premisa incluyen la adopción de una gobernanza mundial que prevenga la violación de los derechos laborales, sociales y sindicales y potencie la consolidación del crecimiento económico sostenible y el incremento de la influencia en el comercio internacional.
Todo esto resulta fundamental, porque estamos atravesando un período marcado por el intento de esconder el conflicto distributivo detrás de la convicción de que el trabajo humano, tal como lo conocemos, está condenado a desaparecer. No debemos confundir esto con la destrucción y creación de empleo en el marco de un paradigma tecnológico cambiante: detrás de la economía de los pequeños encargos (“”), la promoción de la figura del empresario y la individualización de las condiciones de trabajo está el afán de concentrar el ingreso, en detrimento de un grupo específico, los trabajadores.
En un contexto en que las economías nacionales han cedido una parte de su soberanía a empresas transnacionales que concentran las ganancias provenientes de las otras unidades económicas participantes de la cadena de suministros, alentar y promover la transparencia y las políticas anti-corrupción impactan directamente en la sostenibilidad del desarrollo económico y la calidad de las instituciones del trabajo.
El hecho de reconocer el conflicto distributivo significa que se da legitimidad a las organizaciones que representan los actores sociales, asegurando así el respeto de esos actores y de la institucionalidad. Numerosas expresiones nuevas del trabajo flexible y precario se presentan como “parainstitucionales”, sin representación y silenciosas, pero muy presentes a la hora de sustituir la cultura del trabajo basada en el enfoque de derechos.
Debemos comprender que el desarrollo productivo y el diseño renovado de los patrones de producción sostenible para verdaderos empresarios y trabajadores tienen que ser acompañados del reconocimiento de los derechos de todos y la justicia social para todos, para que la cohesión social duradera sea posible.
Guillermo Zuccotti es economista, con estudios de posgrado en crecimiento económico y políticas públicas. En la actualidad se desempeña como asesor para relaciones internacionales del secretario de la Confederación General del Trabajo de la República Argentina (CGTRA).
Referencias bibliográficas
Gorz, A. (1982) Farewell to the Working Class: An Essay on Post-Industrialist Socialism [Adios al proletariado: más allá del socialismo], Londres, Pluto Press.
Rosanvallon, P. (2000) The new social question: Rethinking the Welfare State [La nueva cuestión social: repensar el Estado de bienestar], Princeton University Press.
Rifkin J. (1995) The End of Work. The Decline of the Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era [El fin del trabajo. El declive de la fuerza del trabajo global y el nacimiento de la era posmercado], Estados Unidos, G. P. Putnam´s Sons.
Las opiniones expresadas en esta publicación no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Friedrich-Ebert-Stiftung.