Frank Hoffer |
La anodina defensa de la situación actual por las fuerzas ecologistas, liberales y de izquierda no contribuirá en nada para detener el avance de la ultraderecha. El espíritu de la época exige un cambio. Las obsesiones pseudorradicales con el lenguaje purificado y correcto y la lucha apasionada contra expresiones no intencionadas y a veces subconscientes de representantes de la corriente mayoritaria que son presentadas como micro agresiones contra grupos minoritarios no captan lo que realmente está en juego.
Para revertir la marea se requiere una visión de justicia a nivel local y global que hable a la gente, más allá de las universidades y las zonas de comodidad urbanas en vías de gentrificación. Exige a la vez, trabajar por lograr cambios de fondo y esforzarse diariamente para aliviar la vida en un mundo sin piedad e injusto.
Será más fácil entender la importancia de mantener el vínculo entre el cambio inmediato y la visión a largo plazo desde una perspectiva histórica. Quisiera explicarlo a partir de la comparación de dos movimientos del siglo XX que propugnaron cambios revolucionarios: el feminismo y el socialismo.
El año pasado se celebró el centésimo aniversario de la Revolución rusa. Dos revolucionarios rusos inteligentes, apasionados y carismáticos que se conocen generalmente como Trotsky y Lenin sustituyeron la ortodoxia marxista del materialismo histórico poniendo en su lugar el voluntarismo revolucionario y consolidaron el descontento antizarista de las masas bajo la forma de una dictadura de partido único a favor de la construcción de un futuro socialista. La Revolución de octubre repercutió en millones de personas de todo el mundo. La parte más radical del movimiento obrero internacional acudió en su defensa, sacrificando sus convicciones y principios y la idea del socialismo democrático; muchos dieron incluso su vida para defender el baluarte del antifascismo y del anticapitalismo.
Sin embargo, en retrospectiva debemos reconocer que la ‘Gran Revolución de Octubre’ ha fracasado. El poder utópico de la idea socialista no sobrevivió la realidad deprimente del terror estalinista, de la colectivización forzosa, la ineficiencia económica, la degradación ambiental y, por último, el estancamiento gerontocrático. En la actualidad la llama de la Revolución de Octubre ha perdido su capacidad disparadora de la imaginación, y por ahora no hay indicios de que la pueda recuperar.
La revolución cultural y social feminista
¿Qué comparación sería posible entre esta revolución y el otro movimiento de masas que ha inducido los cambios de mayor envergadura de los últimos cien años: el feminismo? A comienzos del siglo XX las mujeres no tenían derecho a votar o a tomar decisiones de negocios independientes, además de quedar excluidas de la educación superior y del deporte. Casi todos los puestos de dirección y los empleos de mayor prestigio, desde abogado y médico hasta profesor universitario, estaban reservados para hombres. Raras veces los abusos sexuales fueron objeto de debate, el aborto se trataba como un crimen, y las feministas eran vistas como el equivalente moderno de las brujas medievales. En muchos países persisten las más variadas formas de discriminación de género, aunque es probable que los futuros historiadores recuerden los últimos 100 años por los cambios más radicales en las relaciones de género de la historia de la humanidad.
En una revolución permanente de cambios progresivos no hay un momento revolucionario específico de cambio de régimen, sino que sus efectos fundamentales recién se distinguen a posteriori. El cambio fundamental es el resultado de un proceso continuo de transformación, y en el correr de este proceso el progreso es una posibilidad permanente, aunque nunca asegurada. Es la suma de los cambios menores y no tan menores que con el tiempo resulta en una transformación cualitativa.
¿Por qué elegí el movimiento de las mujeres en lugar de la social democracia como la imagen que refleja el fracaso de la transformación a través de la toma revolucionaria del poder? La decadencia de la social democracia es un fenómeno casi universal que no se explica por el fracaso de determinados líderes específicos o la situación particular de un país. Hay varias razones. La implosión de la Unión Soviética y el surgimiento de la globalización han cambiado el equilibrio de poder en las sociedades. La movilidad del capital global y la capacidad de trasladar la producción industrial sin dificultades han cambiado el equilibrio a favor del capital. En la medida que el capital se liberó de las restricciones nacionales, e incluso de la obligación de pagar impuestos, las políticas de redistribución quedan limitadas, cada vez más, al ‘socialismo en una clase’; en otras palabras, los ingresos para solventar las políticas sociales deben provenir de los impuestos a la amplia clase media. Pero una parte considerable de dicha clase media se ha vuelta hostil a las políticas de redistribución, en parte porque los ricos evaden sistemáticamente sus obligaciones tributarias y usan su poder económico para incrementar las medidas de bienestar empresarial.
En el nuevo mundo de los mercados sin arraigo los intentos de la social democracia por convencer al capital han caído en saco roto. Después de las derrotas electorales de la década de 1970 y el triunfo de Occidente en la Guerra Fría, la social democracia optó por estar de su lado, ya que no estaba en condiciones de vencerlos. Al aceptar la liberación del capital por la vía de la globalización como condición inevitable de la modernización se convirtió en rehén de una lógica que contradice sus valores.
La modernización tecnocrática no capta la imaginación
La social democracia ha renunciado a una visión apasionada de cambio real y reduce su visión de justicia social a la educación y el desarrollo de aptitudes como los caminos individuales para alcanzar la justicia social.
Al parecer el movimiento obrero se equivocó y el feminismo acertó; lucha por una mayor igualdad de género en muchos frentes, tales como el acceso a la educación, el lenguaje neutro, la reducción de las diferencias salariales por género, la exigencia de igualdad de la categoría legal, la lucha contra la violencia sexual, la exigencia de cuotas de género y la insistencia en las acciones positivas, sin perder de vista al programa radical de transformación de las relaciones de género en toda la sociedad. A diferencia del movimiento obrero que se dividió en dos campos opuestos, el reformista y el revolucionario, el feminismo parece haber sido capaz de mantener la unidad global por encima de expresiones muy divergentes. #MeToo es la última demostración de esa capacidad de movilización unida. Así como el feminismo perdería su poder de imaginar utopías, si reconociera el predominio masculino, la izquierda no puede prosperar, mientras acepte la primacía del mercado frente a la voluntad política del pueblo.
Las restricciones estructurales del capitalismo son una realidad que la retórica anticapitalista no puede hacer desaparecer. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre abrazar esas restricciones como inevitables y resistir la subordinación del pueblo a la férrea lógica del mercado. Es imposible imaginar una política de izquierda sin que los mercados sean transformados de amos en servidores de la sociedad.
Simplemente no es verdad que no exista el espacio político necesario para lograr cambios. No es verdad que sea imposible recurrir a la legislación nacional e internacional para gobernar el mercado. No es verdad que no haya alternativas a la movilidad irrestricta del capital. No es verdad que sea imposible enfrentar la evasión tributaria. No será fácil, pero eso no es lo mismo que imposible. Siempre existen alternativas, pero cuando las progresistas no están disponibles, se opta por las reaccionarias. Hoy asistimos a este proceso, el pueblo está votando contra un sistema que no les da respuestas.
El doble vacío de la izquierda es una razón importante del giro a la derecha. La toma revolucionaria del poder ha desaparecido casi por completo o continúa existiendo a nivel de una retórica nostálgica que se dirige exclusivamente a quienes ha están convencidos. La social democracia se ha reorientado del cambio progresivo con visión transformadora a la reparación y el mantenimiento del sistema existente, y mientras tanto ha renunciado en gran medida a tener una visión apasionada de cambio real.
En este contexto la ultraderecha logra construir un relato que llega a muchas personas, porque de alguna manera mezcla el rechazo a la globalización, la justicia, el racismo, la identidad, la avaricia corporativa, la franqueza, la tradición, los valores familiares, la islamofobia y la ley y el orden. En pocas palabras, su mensaje se puede resumir en la consigna: ‘¡Frustrados del mundo, uníos contra aquellos que son más débiles y pobres que vosotros!’ De esta manera el descontento multidimensional se canaliza hacia la movilización de los supremacistas descontentos para mantener y, en parte, restaurar un mundo que resuene con su zona de comodidad cultural. ‘Quiera al país o abandóneloʼ, sería la versión sucinta de la mezquina concepción de la política basada en la identidad de las mayorías de antaño. La homogeneidad cultural triunfa sobre la desigualdad económica.
Podemos lograrlo, si lo queremos de verdad
Ante esta realidad la izquierda debe desarrollar un relato alternativo que apunte a la inclusión, en lugar de la exclusión, y movilice las sociedades a favor de los cambios que las liberen de la camisa de fuerza estructural de la globalización desenfrenada. Debe ser posible imaginarse ese futuro mejor como algo que se puede alcanzar o, para expresarlo en lenguaje popular: ‘Podemos lograrlo, si lo queremos de verdad.’
Para esto se necesitan visiones inspiradoras que se persiguen por la vía de un radicalismo progresivo. El desafío radica en la creación de una unidad pluralista sobre la base de la interpretación de nuestras sociedades a través del prisma de la justicia social, la libertad, la posibilidad de elegir, la tolerancia y el respeto. Se trata de conectar los deseos —diferentes y a la vez compatibles— de una vida mejor para poder trasladarlos a políticas prácticas a favor de los cambios positivos. La limitación de la globalización, la recuperación de la capacidad de tributar a los ricos, la democratización de nuestras sociedades y economías, y la transformación de nuestras organizaciones en ejemplos de una democracia genuina con igualdad y participación constituyen desafíos enormes, aunque no fuera del alcance de lo posible.
Ante esos desafíos soñadores dictatoriales y realistas cautelosos han fracasado por igual. La pasión y la razón son dos ingredientes indispensables para todos los movimientos progresistas. La razón fría tiende a desembocar en la modernización tecnocrática, mientras la pasión pura termina en la intolerancia autoritaria. El arte del verdadero radical consiste en alcanzar un equilibrio justo.
Frank Hoffer se desempeña como profesor asociado de la Global Labour University.
Las opiniones expresadas en esta publicación no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Friedrich-Ebert-Stiftung.