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| Francesco Pontarelli |
La propagación del virus COVID-19, reconocida como pandemia por la Organización Mundial de la Salud, ha adquirido proporciones de una crisis global de dimensiones incalculables. La emergencia del virus ya afectó la vida de millones de personas, mientras el número de infecciones aumenta en todo el mundo. Al parecer, es solo una cuestión de tiempo, hasta que la propagación exponencial del virus afecte también a países, donde las herramientas básicas de protección –vivienda digna, agua corriente y seguridad alimentaria– constituyen un lujo para la mayoría de la población. Sin embargo, hasta en algunos de los países más ricos que cuentan con sistemas nacionales de salud pública y recursos económicos importantes, los gobiernos enfrentan serias dificultades para frenar la velocidad de los contagios.Cuando el presente artículo se escribió, Italia se había convertido en uno de los países más afectados, con más de 50.000 casos confirmados y 4.825 muertes hasta el 21 de marzo. Se había llegado a esta situación en un lapso muy breve. A inicios del mes de marzo, cuando las unidades de cuidados intensivos de las regiones del norte del país comenzaron a desbordarse –en parte debido a décadas de recortes presupuestarios neoliberales– la amenaza del virus se hizo innegable y el gobierno italiano decidió adoptar medidas urgentes para inhibir la propagación de los contagios a todo el país. Luego del intento de aislar los focos de contagio mediante la declaración de ´zonas rojas´ (la región de Lombardía y otras 14 provincias) el 5 de marzo, el 9 de marzo el Gobierno extendió el estado de emergencia a todo el país. El 11 de marzo se dispuso el cierre de los espacios públicos, servicios, instituciones educativas y la mayoría del sector minorista (con la excepción de almacenes de comestibles, farmacias y algunos otros rubros). Se clausuró asimismo la esfera pública de la vida de la gente.




