Antônio de Lisboa Amancio |
La actual crisis política brasileña ha sido gestada el día siguiente a la reelección de la Presidenta Dilma Rousseff —electa por más de 54 millones de brasileños en octubre del 2014 y que significó la cuarta victoria consecutiva de las fuerzas progresistas del país en elecciones presidenciales—.
En primer lugar, la derecha nacional solicitó el recuento de los votos. Después, intentó reprobar las cuentas de la campaña de la presidenta reelecta y patrocinó otras diversas maniobras hasta llegar al impeachment. Durante todo el año 2015 hasta la fecha, se crearon "escándalos" ampliamente divulgados por los medios de comunicación, confiriendo veracidad a centenas de mentiras. La arquitectura del golpe fue elaborada, por ende, por la acción diaria del oligopolio de los medios de comunicación (en Brasil solo seis familias tienen el 80% de la información —TV, diarios, radios, agencias de noticias, sitios de internet.—) con el apoyo financiero de las empresas del ramo financiero, industrial y el agro.
Esta derecha que conspiró abiertamente contra el mandato de la presidenta electa, es resultado del pasado siglo esclavista y reaccionario que marca la historia nacional, así como heredera legítima de los sectores sociales y económicos responsables históricamente por ese régimen. Al llegar al país, estas élites asaltaron nuestras tierras y riquezas. Los africanos, capturados en sus tierras, fueron traídos por la fuerza a la América portuguesa, convirtiéndose, inicialmente, en mano de obra fundamental en las plantaciones de caña de azúcar, tabaco y algodón. Más tarde esto se repitió en las villas y ciudades, en las minas y en las estancias de ganado. La clase socialmente dominante, compuesta por una minoría blanca, justificaba esta condición en base a ideas pseudo-religiosas y racistas que eran “legitimadas” por su supuesta superioridad y sus privilegios.
Las diferencias étnicas funcionaban como barreras sociales. La esclavitud en Brasil fue una experiencia de larga duración. Los seres humanos esclavizados fueron, por más de tres siglos, la principal mano de obra en la economía nacional —Brasil fue el último país del mundo en abolir la esclavitud—. Más que una actividad económica en la cual el individuo es propiedad del otro, la esclavitud fijó un conjunto de concepciones en relación al trabajo, a las personas y a las instituciones. Constituyéndose, de esa forma, una cultura con prejuicios y esclavista que persiste hasta nuestros días. Lo que definía y caracterizaba a la élite nacional era aquello que no hacía —el trabajo manual siempre fue visto como una actividad menor, cosa de servidumbre y de esclavos—, deseable era vivir de alquileres, beneficios públicos y de la renta de grandes latifundios.
La élite brasileña todavía insiste en un capitalismo salvaje y no acepta que negros, pobres, mujeres, indígenas, homosexuales, población de las periferias y favelas tengan acceso al respeto y a la dignidad. Las raíces de la separación social se manifiesta por el resentimiento experimentado por gran parte de la clase media que se identifica con la parte superior de la pirámide social y que ve sus privilegios como derechos. Este grupo nutre la segregación y no acepta los cambios ocurridos en los últimos 12 años, desde la victoria de Lula en las elecciones presidenciales en el año 2003. Quiere mantener privilegios, juzga y desea que existan personas disponibles para el subempleo y la explotación, cree que los aeropuertos, shopping centers y las universidades son espacios sociales exclusivos de la élite blanca y rica.
El proyecto representado por los gobiernos de Lula y Dilma fue responsable del ascenso social de más de 40 millones de brasileños, de la creación de más de 20 millones de empleos formales y de la implementación de un nuevo modelo de desarrollo social y económico más justo que priorizó el fortalecimiento del mercado interno, al mismo tiempo que intensificaba las relaciones entre los países de América Latina, África y era protagonista en la creación del BRICS.
El golpe, en este sentido, es, sobre todo, un intento de interrumpir este amplio proceso de ascenso social y desarrollo nacional soberano. En detalle, podemos destacar tres objetivos más específicos de este intento. En primer lugar, impedir que el país aumente su protagonismo en la región y en el mundo, sea por la participación en el bloque de los BRICS, o sea como “player” global, con una actuación destacada en la ONU y demás organismos internacionales. Frenar el crecimiento del país en el escenario internacional es la estrategia de los EUA, que obviamente quiere seguir teniendo a América latina como su patio trasero. El segundo objetivo es obligar al país a entregar sus extraordinarias riquezas naturales, especialmente sus reservas de agua y las enormes reservas petrolíferas en la camada de pre-sal, descubiertas recientemente. El tercer objetivo es el regreso de la derecha al gobierno nacional a través del parlamento conservador elegido en 2014, ya que por el voto popular no lo consigue.
Para atender todo este conjunto de objetivos, el golpe involucró y articuló una amplia coalición de actores nacionales e internacionales. En el primer momento, el golpe fue conducido por Aécio Neves, candidato derrotado de la oposición de la derecha. Sin embargo, hoy, las tres piezas claves del golpe parlamentario, jurídico y mediático son: la primera, Eduardo Cunha, apartado de la presidencia de la Cámara de los Diputados por el Supremo Tribunal Federal (STF), acusado de corrupción y lavado del dinero, con millones de dólares en cuentas en Suiza y acusado por corrupción en STF. La segunda, sectores judiciales que a través de investigaciones, filtraciones selectivas y acciones ostentosas y mediáticas contribuyeron a la ruptura democrática e institucional. Y por último, pero no menos importante, el capital nacional e internacional que, a través de sus representantes —como confederaciones y federaciones patronales, grandes medios de comunicación, partidos políticos conservadores y de derecha y apoyados, de manera entusiasta por los sectores más ricos de la sociedad brasileña— y alineados con los intereses geopolíticos de los países más ricos, buscan reducir el costo de la mano de obra en la economía brasileña y, como ya subrayamos, entregar nuestras riquezas nacionales.
El golpista Michel Temer, en su primer acto como interino, extinguió entre otros ministerios, el Ministerio de las Mujeres, de la Igualdad Racial y de los Derechos Humanos, los Ministerios del Desarrollo Agrario —responsable de la agricultura familiar y de la reforma agraria— de la Cultura —recreado después de un amplio movimiento de las clases artísticas nacionales— de Ciencia y Tecnología y el de la Contaduría General de la Unión —responsable por la transparencia y el combate a la corrupción—.
También es importante destacar, que entre el equipo ministerial interino y compuesto por siete ministros investigados en el ámbito de la Operación “Lava-Jato” no tiene por primera vez, desde la dictadura militar, ninguna mujer —como tampoco ningún joven, negro, minorías ni representantes de los movimientos sociales y sindicatos—. Hasta el momento, en sólo un mes, tres ministros del gobierno golpista fueron obligados a renunciar por cuenta de graves y reiterados casos de corrupción. El propio Michel Temer es acusado por uno de los delatores de la operación “Lava-Jato” de negociar el recibo de 1,5 millones de reales como donación ilegal para un aliado político que concurrió a las elecciones municipales del 2012. Temer también es citado en un caso que implica el recibo de 5 millones de reales de otra contratista implicada en el “Lava – Jato”.
El gobierno golpista, en cuestión de pocos días, anunció o señalizó una serie de retrocesos gravísimos en las políticas sociales, tal como: la insistencia de una Reforma de la Seguridad Social que dificulte aún más el acceso de los trabajadores a la jubilación y reduzca sus beneficios; reforma laboral que haga de los derechos garantidos por la CLT un objeto de negociación, prevaleciendo lo negociado sobre lo legislado; reducción del tamaño del Sistema Único de Salud; cobranza de mensualidades en la extensión de cursos y de pos graduación en las universidades públicas; cortes en el programa Bolsa Familia que podría alcanzar hasta un 30% de los beneficiarios; fin de programas de vivienda para la población de bajos ingresos, gestionados en asociación con los movimientos sociales; ataque al derecho democrático de manifestación; y una política exterior sumisa a los intereses de los grandes imperios, a través de la hostilidad hacia los gobiernos latinoamericanos elegidos democráticamente que no reconocen la legitimidad del gobierno de facto.
En el ataque más grave a los derechos sociales desde la promulgación de la constitución de 1988, el gobierno de facto quiere que las inversiones en salud y educación sean corregidas, en un plazo de diez años, apenas por la variación de la inflación del año anterior. Si esta regla se aplicara desde el año 2006, ahora el presupuesto federal para la salud sería un 30% menor y en la educación sufriría un recorte del 70% —vale recordar que esta regla, propuesta por el gobierno interino, también incidiría en los presupuestos de los gobiernos de estado y gobiernos municipales—. Sería la destrucción de nuestro sistema de salud y de la educación pública.
De esta forma, podemos afirmar que la destitución de la Presidenta Dilma Rousseff significó un intento desesperado para implementar un programa más duro y anti-popular que aquel que fue sistemáticamente derrotado durante las cuatros últimas elecciones presidenciales. Los votantes, y sobre todo, aquellos más pobres, no cuentan en el cálculo de la junta golpista —sólo un gobierno nacido de un golpe podría proponer medidas tan desconectadas de los intereses manifestados por la gran mayoría de la población—. El pueblo brasileño espera una mayor inversión en las áreas sociales, especialmente salud y educación y rechazan los cambios en la legislación laboral y de seguridad social que significan la pérdida de derechos.
La CUT no reconoce el gobierno de Temer y lo condena por ser ilegítimo, siendo el resultado de un proceso de destitución ilegal y golpista de impeachment y por no respetar la voluntad manifiesta por la mayoría de los ciudadanos brasileños que eligieron en 2014 a la Presidenta Dilma —único gobierno electo, y por tanto, legítimo—. No vamos a aceptar que la clase trabajadora y los sectores más pobres de la población tengan que sufrir más sacrificios. Hasta ahora luchamos contra el golpe y continuaremos luchando, en las calles y en los lugares de trabajo, para reconducir al país al estado de derecho y al régimen democrático, en contra de la pérdida de los derechos de los trabajadores y de las trabajadoras y en contra de las iniciativas que buscan una inserción subordinada de Brasil en la economía internacional.
En primer lugar, la derecha nacional solicitó el recuento de los votos. Después, intentó reprobar las cuentas de la campaña de la presidenta reelecta y patrocinó otras diversas maniobras hasta llegar al impeachment. Durante todo el año 2015 hasta la fecha, se crearon "escándalos" ampliamente divulgados por los medios de comunicación, confiriendo veracidad a centenas de mentiras. La arquitectura del golpe fue elaborada, por ende, por la acción diaria del oligopolio de los medios de comunicación (en Brasil solo seis familias tienen el 80% de la información —TV, diarios, radios, agencias de noticias, sitios de internet.—) con el apoyo financiero de las empresas del ramo financiero, industrial y el agro.
Esta derecha que conspiró abiertamente contra el mandato de la presidenta electa, es resultado del pasado siglo esclavista y reaccionario que marca la historia nacional, así como heredera legítima de los sectores sociales y económicos responsables históricamente por ese régimen. Al llegar al país, estas élites asaltaron nuestras tierras y riquezas. Los africanos, capturados en sus tierras, fueron traídos por la fuerza a la América portuguesa, convirtiéndose, inicialmente, en mano de obra fundamental en las plantaciones de caña de azúcar, tabaco y algodón. Más tarde esto se repitió en las villas y ciudades, en las minas y en las estancias de ganado. La clase socialmente dominante, compuesta por una minoría blanca, justificaba esta condición en base a ideas pseudo-religiosas y racistas que eran “legitimadas” por su supuesta superioridad y sus privilegios.
Las diferencias étnicas funcionaban como barreras sociales. La esclavitud en Brasil fue una experiencia de larga duración. Los seres humanos esclavizados fueron, por más de tres siglos, la principal mano de obra en la economía nacional —Brasil fue el último país del mundo en abolir la esclavitud—. Más que una actividad económica en la cual el individuo es propiedad del otro, la esclavitud fijó un conjunto de concepciones en relación al trabajo, a las personas y a las instituciones. Constituyéndose, de esa forma, una cultura con prejuicios y esclavista que persiste hasta nuestros días. Lo que definía y caracterizaba a la élite nacional era aquello que no hacía —el trabajo manual siempre fue visto como una actividad menor, cosa de servidumbre y de esclavos—, deseable era vivir de alquileres, beneficios públicos y de la renta de grandes latifundios.
La élite brasileña todavía insiste en un capitalismo salvaje y no acepta que negros, pobres, mujeres, indígenas, homosexuales, población de las periferias y favelas tengan acceso al respeto y a la dignidad. Las raíces de la separación social se manifiesta por el resentimiento experimentado por gran parte de la clase media que se identifica con la parte superior de la pirámide social y que ve sus privilegios como derechos. Este grupo nutre la segregación y no acepta los cambios ocurridos en los últimos 12 años, desde la victoria de Lula en las elecciones presidenciales en el año 2003. Quiere mantener privilegios, juzga y desea que existan personas disponibles para el subempleo y la explotación, cree que los aeropuertos, shopping centers y las universidades son espacios sociales exclusivos de la élite blanca y rica.
El proyecto representado por los gobiernos de Lula y Dilma fue responsable del ascenso social de más de 40 millones de brasileños, de la creación de más de 20 millones de empleos formales y de la implementación de un nuevo modelo de desarrollo social y económico más justo que priorizó el fortalecimiento del mercado interno, al mismo tiempo que intensificaba las relaciones entre los países de América Latina, África y era protagonista en la creación del BRICS.
El golpe, en este sentido, es, sobre todo, un intento de interrumpir este amplio proceso de ascenso social y desarrollo nacional soberano. En detalle, podemos destacar tres objetivos más específicos de este intento. En primer lugar, impedir que el país aumente su protagonismo en la región y en el mundo, sea por la participación en el bloque de los BRICS, o sea como “player” global, con una actuación destacada en la ONU y demás organismos internacionales. Frenar el crecimiento del país en el escenario internacional es la estrategia de los EUA, que obviamente quiere seguir teniendo a América latina como su patio trasero. El segundo objetivo es obligar al país a entregar sus extraordinarias riquezas naturales, especialmente sus reservas de agua y las enormes reservas petrolíferas en la camada de pre-sal, descubiertas recientemente. El tercer objetivo es el regreso de la derecha al gobierno nacional a través del parlamento conservador elegido en 2014, ya que por el voto popular no lo consigue.
Para atender todo este conjunto de objetivos, el golpe involucró y articuló una amplia coalición de actores nacionales e internacionales. En el primer momento, el golpe fue conducido por Aécio Neves, candidato derrotado de la oposición de la derecha. Sin embargo, hoy, las tres piezas claves del golpe parlamentario, jurídico y mediático son: la primera, Eduardo Cunha, apartado de la presidencia de la Cámara de los Diputados por el Supremo Tribunal Federal (STF), acusado de corrupción y lavado del dinero, con millones de dólares en cuentas en Suiza y acusado por corrupción en STF. La segunda, sectores judiciales que a través de investigaciones, filtraciones selectivas y acciones ostentosas y mediáticas contribuyeron a la ruptura democrática e institucional. Y por último, pero no menos importante, el capital nacional e internacional que, a través de sus representantes —como confederaciones y federaciones patronales, grandes medios de comunicación, partidos políticos conservadores y de derecha y apoyados, de manera entusiasta por los sectores más ricos de la sociedad brasileña— y alineados con los intereses geopolíticos de los países más ricos, buscan reducir el costo de la mano de obra en la economía brasileña y, como ya subrayamos, entregar nuestras riquezas nacionales.
El golpista Michel Temer, en su primer acto como interino, extinguió entre otros ministerios, el Ministerio de las Mujeres, de la Igualdad Racial y de los Derechos Humanos, los Ministerios del Desarrollo Agrario —responsable de la agricultura familiar y de la reforma agraria— de la Cultura —recreado después de un amplio movimiento de las clases artísticas nacionales— de Ciencia y Tecnología y el de la Contaduría General de la Unión —responsable por la transparencia y el combate a la corrupción—.
También es importante destacar, que entre el equipo ministerial interino y compuesto por siete ministros investigados en el ámbito de la Operación “Lava-Jato” no tiene por primera vez, desde la dictadura militar, ninguna mujer —como tampoco ningún joven, negro, minorías ni representantes de los movimientos sociales y sindicatos—. Hasta el momento, en sólo un mes, tres ministros del gobierno golpista fueron obligados a renunciar por cuenta de graves y reiterados casos de corrupción. El propio Michel Temer es acusado por uno de los delatores de la operación “Lava-Jato” de negociar el recibo de 1,5 millones de reales como donación ilegal para un aliado político que concurrió a las elecciones municipales del 2012. Temer también es citado en un caso que implica el recibo de 5 millones de reales de otra contratista implicada en el “Lava – Jato”.
El gobierno golpista, en cuestión de pocos días, anunció o señalizó una serie de retrocesos gravísimos en las políticas sociales, tal como: la insistencia de una Reforma de la Seguridad Social que dificulte aún más el acceso de los trabajadores a la jubilación y reduzca sus beneficios; reforma laboral que haga de los derechos garantidos por la CLT un objeto de negociación, prevaleciendo lo negociado sobre lo legislado; reducción del tamaño del Sistema Único de Salud; cobranza de mensualidades en la extensión de cursos y de pos graduación en las universidades públicas; cortes en el programa Bolsa Familia que podría alcanzar hasta un 30% de los beneficiarios; fin de programas de vivienda para la población de bajos ingresos, gestionados en asociación con los movimientos sociales; ataque al derecho democrático de manifestación; y una política exterior sumisa a los intereses de los grandes imperios, a través de la hostilidad hacia los gobiernos latinoamericanos elegidos democráticamente que no reconocen la legitimidad del gobierno de facto.
En el ataque más grave a los derechos sociales desde la promulgación de la constitución de 1988, el gobierno de facto quiere que las inversiones en salud y educación sean corregidas, en un plazo de diez años, apenas por la variación de la inflación del año anterior. Si esta regla se aplicara desde el año 2006, ahora el presupuesto federal para la salud sería un 30% menor y en la educación sufriría un recorte del 70% —vale recordar que esta regla, propuesta por el gobierno interino, también incidiría en los presupuestos de los gobiernos de estado y gobiernos municipales—. Sería la destrucción de nuestro sistema de salud y de la educación pública.
De esta forma, podemos afirmar que la destitución de la Presidenta Dilma Rousseff significó un intento desesperado para implementar un programa más duro y anti-popular que aquel que fue sistemáticamente derrotado durante las cuatros últimas elecciones presidenciales. Los votantes, y sobre todo, aquellos más pobres, no cuentan en el cálculo de la junta golpista —sólo un gobierno nacido de un golpe podría proponer medidas tan desconectadas de los intereses manifestados por la gran mayoría de la población—. El pueblo brasileño espera una mayor inversión en las áreas sociales, especialmente salud y educación y rechazan los cambios en la legislación laboral y de seguridad social que significan la pérdida de derechos.
La CUT no reconoce el gobierno de Temer y lo condena por ser ilegítimo, siendo el resultado de un proceso de destitución ilegal y golpista de impeachment y por no respetar la voluntad manifiesta por la mayoría de los ciudadanos brasileños que eligieron en 2014 a la Presidenta Dilma —único gobierno electo, y por tanto, legítimo—. No vamos a aceptar que la clase trabajadora y los sectores más pobres de la población tengan que sufrir más sacrificios. Hasta ahora luchamos contra el golpe y continuaremos luchando, en las calles y en los lugares de trabajo, para reconducir al país al estado de derecho y al régimen democrático, en contra de la pérdida de los derechos de los trabajadores y de las trabajadoras y en contra de las iniciativas que buscan una inserción subordinada de Brasil en la economía internacional.
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Antônio de Lisboa Amancio es Secretario de Relaciones Internacionales de la Central Unica de Trabajadores (CUT de Brasil) y Presidente del Instituto de Cooperación de la CUT (ICCUT). En 2014 fue elegido miembro representante de los trabajadores en el Consejo de Administración de la organización internacional del Trabajo (OIT).
Las opiniones expresadas en esta publicación no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Friedrich-Ebert-Stiftung.