João Antônio Felício |
En su documento de trabajo Working for the Few ("Trabajando para algunos pocos") la ONG británica Oxfam llamó la atención sobre una tendencia preocupante: El estudio mostró que la riqueza del 1% más rico del mundo asciende a 110 billones de dólares estadounidenses (inglés: US$ 110 trillion) - 65 veces la riqueza total de la mitad más pobre de la población mundial. En los últimos 25 años la riqueza se concentró cada vez más en las manos de algunos pocos; una elite minúscula se ha convertido en dueña de casi la mitad (46%) de la riqueza del mundo. Esta situación se ve agravada por el hecho de que la riqueza de la cúspide de la pirámide se origina sobre todo en ganancias de capital, de propiedades y de activos, pero no de salarios, como lo expuso hace poco el economista francés Thomas Piketty en su extraordinario libro Le capital au XXI siècle ("El capital en el siglo XXI"). Es inaceptable lo que ocurre hoy en día en las bolsas de valores de varios países: negocios de un volumen extraordinario que mueven sumas millonarias en el correr de un día están sujetos a impuestos bajísimos. La falta de impuestos sobre la herencia, el ingreso y las transacciones financieras internacionales contribuye a aumentar la desigualdad económica. Las estructuras de la economía actual consolidan y perpetúan las desigualdades y crean una nueva Belle Époque, en la cual el sistema del "capitalismo patrimonial" impone límites severos al ascenso de la clase trabajadora.
El precio de la desigualdad
El crecimiento de la desigualdad deja sus huellas. Más allá de lo cuestionable desde el punto de vista moral, conlleva consecuencias económicas graves: la desigualdad reduce la demanda y el poder adquisitivo de los consumidores; de esta manera limita el crecimiento económico sustentable incentivado por el mercado interno y pone en riesgo los avances logrados en el camino hacia la reducción de la pobreza. Es más, la perpetuación de las desigualdades en el capitalismo actual, en el cual la clase alta controla la economía de forma casi hereditaria, acaba de establecer una especie de "techo de cristal" (glass ceiling) impermeable que imposibilita el ascenso de las clases más desfavorecidas. Picketty desenmascara una afirmación recurrente del discurso conservador: que las diferencias de ingreso se justifican por los méritos de algunos individuos excepcionalmente talentosos al frente de las grandes empresas (los super gerentes).
El científico establece, en cambio, que las economías están bajo el control de dinastías familiares, de imperios que pasan de padre a hijo, casi siempre con independencia de su talento o mérito (¡o su trabajo!)[1]. Esta situación produce también un sentimiento de profunda injusticia en quienes invierten su trabajo de Sísifo sin percibir un aumento significativo de sus salarios, mientras observan despidos y recortes de beneficios debidos a la "coyuntura adversa" y ven que los gerentes en la punta -que omitieron de preparar las empresas adecuadamente para las tendencias económicas actuales- acuden al trabajo en helicóptero y son transferidos a nuevos cargos (porque en estas esferas no se cesa a nadie), no sin recibir cuantiosas indemnizaciones.
Las antiguas promesas del neoliberalismo
Este sentimiento de injusticia encontró una poderosa válvula de escape en las protestas en reacción a la crisis financiera y económica. La población está decepcionada por las respuestas políticas con base en las viejas recetas neoliberales que reivindican recortes de los “gastos exagerados del Estado” y abogan por un Estado mínimo condensado, recortes de las inversiones sociales, la privatización de los servicios públicos, la reducción de salarios, jubilaciones y subsidios de desempleo y la reducción de las inversiones en salud y educación. El resurgimiento de las antiguas recetas empuja los países a la recesión y ofrece poco consuelo a los 27 millones de desocupados de la Unión Europea, entre ellos un número importante de jóvenes. Los defensores de la austeridad dicen: "Sigamos adelante; debemos tragar estas píldoras amargas para alcanzar la prosperidad". ¿Prosperidad para quién? Los mismos consejos que provocaron la crisis ahora estarían contribuyendo a la salvación: ventajas tributarias e incentivos a la producción para las grandes empresas en nombre de la competitividad, garantías estatales para los bancos que son demasiado grandes para que asuman la responsabilidad por sus errores empresariales estratégicos. La carga de esta política sigue pesando sobre los hombros de los trabajadores que pagan el precio y tienen que "apretar el cinturón".
La revuelta del movimiento Occupy tomó las calles para denunciar el "desequilibrio peligroso” que se genera cuando la población debe pagar por los caprichos del capitalismo financiero. Fue la voz de la desesperación y la rabia del 99% que está cansado de quedarse debajo del cristal y de pagar las deudas contraídas a causa de las políticas erradas. Pero aún bajo la impresión de esta demostración de descontento popular las agencias de rating y los grandes medios (como The Economist, Financial Times, Der Spiegel, El Mercurio) continúan defendiendo el neoliberalismo como solución y, peor aún, lanzan una verdadera ofensiva contra los estados que ensayan caminos diferentes, que rechazan la respuesta neoliberal y se empeñan en desarrollar una respuesta más responsable, cooperativa e igualitaria a la crisis.
La desigualdad no es un regalo del cielo
El avance de la extrema derecha en Europa nos muestra, al fin y al cabo, que el juego de restarle credibilidad a las respuestas de la izquierda sin ofrecer otras soluciones capaces de atender de manera convincente a la angustia del 99% es un juego peligroso. Esta nueva derecha explota la ola de descontento popular para su agenda nacionalista. Pero en la economía globalizada e interconectada de hoy los problemas de la desigualdad y del desequilibrio social no se resuelven a nivel nacional, y menos aún con respuestas reaccionarias de aislamiento.
Sin embargo, hay una buena noticia en el debate actual que está cobrando fuerza: la desigualdad no es un subproducto inevitable de la globalización, del libre movimiento de trabajo, capital, bienes y servicios o de los cambios tecnológicos que favorecen a los asalariados mejor formados y preparados. Las políticas públicas pueden cumplir un papel decisivo en la definición del rumbo del desarrollo de una sociedad. Una reforma tributaria que promueve los impuestos progresivos y el cobro de impuestos sobre la propiedad puede propiciar una distribución más igualitaria del ingreso. Las políticas públicas pueden promover el trabajo decente y la igualdad de oportunidades con independencia de género, color, orientación sexual y clase. Pueden implementar instrumentos que faciliten la participación política y económica de sectores más amplios de la sociedad. En resumen, pueden definir el rumbo de una visión más amplia de desarrollo que sea social, económica, ambiental y políticamente más sustentable a largo plazo.
Pero para que se produzcan cambios en el sistema será necesario enfrentarse a intereses y poderes. A nadie le gusta perder privilegios e influencia. Enfrentarse a ellos solamente será posible a partir de un compromiso amplio y fuerte de las fuerzas sociales del pueblo: movimentos sociales, el movimento estudiantil, trabajadores organizados, ONGs, feministas, ambientalistas, activistas de los derechos humanos, académicos y economistas progresistas, medios alternativos... En resumen, debemos dialogar con los diferentes sectores de la sociedad y encarar la lucha política e ideológica por un proyecto de desarrollo que valorice el trabajo y la distribución del ingreso, que respete los derechos humanos y se comprometa con la reducción de las desigualdades abismales que caracterizan nuestra realidad social actual. La construcción de esas alternativas y alianzas es también un fuerte desafío para el movimiento obrero internacional.
Los sindicatos y la construcción de alternativas
Vivimos en un mundo globalizado, en el cual la resistencia contra la negación de derechos involucra a todas las naciones. De la misma manera en que las grandes potencias y el capital definen sus intereses por encima de las fronteras, el mundo del trabajo también necesita mecanismos para llevar a cabo este enfrentamiento y para ejercer presión política sobre la ONU (Organización de las Naciones Unidas), la OMC (Organización Mundial de Comercio), el G-20 (grupo de los 20 países más ricos) o la OIT (Organización Internacional de Trabajo). El movimiento sindical debe abandonar su nicho entre los trabajadores organizados y abrirse para adoptar una visión más amplia del problema. ¿Cómo debemos enfrentar los desfíos de la informalidad y cómo organizamos estos trabajadores? ¿Cómo vamos a posicionarnos frente a las empresas trasnacionales a partir de una estragia global de los trabajadores? ¿Cómo deberíamos organizar los intereses del conjunto de la clase trabajadora y construir alianzas para la defensa de reformas políticas sistémicas, por ejemplo del sistema impositivo, la tributación de la propiedad o la garantía de los derechos en el contexto internacional? En resumen, ¿cómo podemos construir un plan estratégico de lucha más amplia para diseñar y comunicar las alternativas al neoliberalismo y ejercer presión para que la política cambie de rumbo?
América Latina ha sufrido como ningún otro continente las consecuencias de los callejones sin salida de la política neoliberal de los años 1980 y 1990: hiperinflación, privatización de empresas estatales y servicios esenciales, desempleo e inestabilidad económica. Sin embargo, esos tiempos duros despertaron la conciencia en la izquierda y especialmente en el movimiento obrero de que se requieren alianzas fuertes entre los actores del campo progresista para enfrentar el discurso neoliberal mayoritario. Solo así se podrán construir alternativas robustas y convincentes. Esta cooperación en el seno del campo popular preparó el terreno para el cambio de poder en la región y abrió una ventana de oportunidades para pensar en alternativas que permitan enfrentar la matriz del pensamiento neoliberal desde una nueva lógica que integre la dimensión económica, social, ambiental y política.
No debe sorprender que la reacción de Brasil ante la crisis de 2008/09 tenía como punto de partida el retorno a las inversiones públicas y el diálogo social. Las alianzas que se construyeron a partir de las luchas de los años 1980 y 1990 facilitaron este diálogo y permitieron el acceso de los sindicatos a un gobierno con mayor sensibilidad social. La introducción de una política nacional a favor del aumento real del salario mínimo fue una victoria que se consiguió gracias a la presión de los sindicatos brasileños y de todas las centrales y que llevó a que hoy esta política esté garantizada por ley.
La Plataforma de Desarrollo de las Américas (PLADA) de la Confederación Sindical de Trabajadores y Trabajadoras de las Américas (CSA) es otro ejemplo de la influencia ejercida por una política sindical estratégica. Construida colectivamente a partir de consultas con las bases, la PLADA apunta a presentar una propuesta para la superación de los desequilibrios estructurales en la región con el fin de profundizar las transformaciones logradas gracias a los proyectos políticos emancipadores de los últimos años. Actuará como plataforma para organizar y movilizar las fuerzas anti-hegemónicas a favor de la construcción de una democracia en la cual las grandes mayorías se puedan expresar por la vía de mecanismos representativos y directos.
Lo que se necesitará a nivel internacional es nada menos que un nuevo consenso progresista que reúna a los sindicatos, los movimientos sociales y la izquierda, es decir, a todos los que se animan a impulsar una política que realmente enfrente las desigualdades históricas y cree una sociedad con igualdad de oportunidades, en la cual la prosperidad sea compartida por todos y no por algunos pocos. Desde la Confederación Sindical Internacional (CSI) el movimiento sindical internacional puede y debe ser el vehículo para la preparación de estas agendas y convergencias. El último congreso en Berlín fue un buen comienzo y puso de manifiesto el espíritu de unidad de la clase trabajadora para enfrentar el neolilberalismo y las políticas de austeridad. ¡A calentar los motores!
[1] Estas elites económicas dejan poco espacio para la movilidad ascendente de otros y sienten un gran temor de que la clase trabajadora podría tomar conciencia, cuestionar sus privilegios y mirar más de cerca quién está moviendo los hilos detrás de las decisiones políticas importantes (por ejemplo, en contra de leyes que garantizan el trabajo decente, que reducen la flexibilidad del empleo o que aumentan el salario mínimo de los trabajadores jóvenes).
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João Antônio Felício es secretario de Relaciones Internacionales de la Central Única de Trabajadores (CUT) y presidente de la Confederación Sindical Internacional (CSI). Formado en arte y diseño, se ha desempeñado desde 1973 como profesor en el sistema de educación pública del Estado de San Pablo. Su militancia política y sindical se inició en 1977, cuando participó en las huelgas contra la dictadura militar en Brasil.
Las opiniones expresadas en esta publicación no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Friedrich-Ebert-Stiftung.