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  • martes, 6 de mayo de 2014

    El keynesianismo democrático global: una visión más que necesaria para la política progresista

    Heikki Patomäki

    En el mundo globalizado la cuestión de la solidaridad adquiere una nueva dimensión. La solidaridad transnacional aparece como la respuesta adecuada al poder de las compañías y el sistema financiero global. Numerosos analistas describen las formas en que los activistas cooperan por encima de las fronteras nacionales, creando redes, campañas y organizaciones. Sobran, sin embargo, los casos en que las nuevas formas de solidaridad se limitan a la resistencia contra las privatizaciones, la flexibilidad que acompaña las desregulaciones, y los recortes en los sistemas de bienestar. Al mismo tiempo, el campo emergente de la regulación transnacional del trabajo se limita por lo general al ámbito privado y voluntario. Por lo tanto, haría falta una concepción de la solidaridad más amplia y profunda.

    Los significados de la solidaridad

    La solidaridad es un concepto moderno. Está estrechamente vinculado al concepto jurídico de igualdad y el concepto político de democracia. En el movimiento obrero el concepto de solidaridad, a pesar de tener su origen en el ámbito legal y de usarse con finalidades múltiples, ha sido en su esencia también una forma de superar los dilemas relacionados con la organización de acciones colectivas. El concepto de igualdad política de la democracia burguesa de 1792 se convirtió en uno de los principios rectores de la emancipación social de los trabajadores apenas medio siglo más tarde. A partir de 1848 los activistas contemplaron a menudo una deuda social u obligación a la solidaridad, y cuando actuaron de conformidad con ella, lograron a veces ponerla parcialmente en práctica. En el mundo globalizado actual los intentos de crear y sostener movimientos sociopolíticos transformadores y de globalizar los sindicatos deberían caracterizarse por una puesta en práctica en este sentido, con base moral y orientación al futuro. 

    Sin embargo, a fines del siglo XX y comienzos del XXI, los movimientos obreros y los partidos de izquierda tendieron a concentrarse en la preservación de los logros obtenidos en el pasado a nivel nacional. Las elites neoliberales del mundo tuvieron más visión de futuro. Para ellas el concepto de solidaridad se asocia a menudo con el intento de consolidar, a nivel formal, la unión más allá de las fronteras, también en Europa. El Preámbulo del Tratado de Maastricht hace referencia a la “solidaridad” entre los “pueblos” signatarios, y su Artículo A establece que la Unión “tendrá por misión organizar de modo coherente y solidario las relaciones entre los estados miembros y entre sus pueblos” (apartado 3, frase segunda). A pesar de que en la Unión la noción de solidaridad sea objeto de cuestionamientos y de que se recurra a ella también para defender la seguridad social y los derechos de los trabajadores, en muchísimas ocasiones fue usada como equivalente implícito o explícito del hecho de compartir con equidad y justicia las supuestas ventajas y cargas del mercado único entre los miembros. Por esta razón hubo una tendencia desde la izquierda de oponerse a la idea europea y la solidaridad internacional. A partir de la presunción de que la actual interpretación neoliberal predominará se cree que la “solidaridad europea” no podrá significar otra cosa que no sea más libre mercado y más austeridad.

    Repensar la solidaridad y la política progresista

    Ha llegado el momento de repensar las cosas sistemáticamente. Desde la perspectiva de la economía política, el todo relevante no es la nación, sino la economía mundial. La dependencia mutua entre las partes y el todo funciona por ejemplo mediante la demanda efectiva y el efecto multiplicador. Según las teorías económicas (pos) keynesianas no existen mecanismos automáticos capaces de sincronizar procesos diferentes en el tiempo. Generalmente, la oferta agregada (la capacidad productiva total de la economía mundial) no es igual a la demanda efectiva agregada (la capacidad de gasto total existente en la economía mundial).

    Si no se dispone de mecanismos que aseguren una demanda efectiva lo suficientemente fuerte para los bienes y servicios producidos, las tendencias descritas generarán capacidades excesivas y desempleo. Como la demanda se expresa siempre en términos monetarios, resulta importante que los bienes y servicios sean asequibles para los consumidores e inversores interesados. Dado que la propensión al consumo disminuye conforme al incremento del ingreso, la demanda depende también de la distribución del mismo. Debido a la existencia de determinados niveles de monopolización – ésta siempre forma parte de la evolución de las economías capitalistas de mercado– y de compromisos financieros y de otra índole con plazos más o menos fijos, los precios no disminuyen con facilidad para responder a una demanda insuficiente. Por otra parte, si los precios bajan, aumenta la probabilidad de un espiral deflacionista con tendencia a la retroalimentación.

    Las autoridades públicas tienen el cometido de asegurar el pleno empleo y de estimular y orientar las inversiones y el crecimiento. Sin embargo, cuanto más interconectadas están las actividades económicas, más se propagan los efectos de la política estatal a cualquier otra parte. Además, algunos actores estatales específicos ven las cosas solamente desde su perspectiva limitada y tienden a incurrir en una falacia de composición. Esta falacia surge típicamente de la presunción de que aquello que en un determinado momento resulta posible para un actor, debe ser posible al mismo tiempo para todos (o muchos). Si los estados persiguen políticas económicas contradictorias, si tratan, por ejemplo, de trasladar sus dificultades económicas hacia afuera mediante el incremento de sus exportaciones en comparación con las importaciones, el resultado final podría ser negativo para muchos o incluso para todos los países. Nuestros destinos están irremediablemente interconectados.

    Una orientación tendencialmente racional para la historia mundial

    Del mismo modo resulta evidente que desde una perspectiva ético-política nuestras responsabilidades y obligaciones de solidaridad comunes no pueden ser limitadas a los integrantes de una determinada nación. El nacionalismo es una construcción geohistórica contradictoria que se volvió dominante en una época y bajo circunstancias específicas. Convirtió los súbditos en ciudadanos, que reclamaron su pertenencia a la nación en condiciones de igualdad, e institucionalizó su autonomía en el estado-nación moderno. Sin embargo, la cuestión de quiénes efectivamente formaban parte del pueblo y qué constituía la esencia de la nación se convirtió en objeto de duros debates intelectuales y luchas sociales. Los términos de estos debates y luchas fueron modificados por la ola globalizadora más reciente. Paralelamente a la multiplicación objetiva de las cadenas y redes globales y la aceleración de los procesos correspondientes se intensificó el reconocimiento de que el mundo se estaba achicando. La agudización de la conciencia con respecto a la compresión del tiempo y del espacio influyó a su vez en la organización de los flujos globales, lo que hasta el momento ha favorecido particularmente a los globalizadores del mercado.

    El compromiso afectivo con la solidaridad y las acciones políticas transnacionales presupone no solo la existencia de confianza mutua, sino también que se comparta el análisis político-económico y los ideales y objetivos ético-políticos. En esta coyuntura de la historia del mundo el keynesianismo democrático global puede proporcionar una orientación con tendencia racional para la política progresista. Se necesitan nuevos mecanismos para la gobernanza europea y global que sean capaces de ajustar los déficit y superávit de forma justa y razonable, así como de dirigir la velocidad, orientación, composición y distribución del crecimiento económico en escala planetaria, de modo de asegurar también la sustentabilidad ecológica a largo plazo. Las reformas globales relevantes comprenden la expansión de los Derechos especiales de giro o de una nueva moneda emitida por un banco central mundial; un mecanismo que permita neutralizar los déficit y superávit comerciales mundiales; un mecanismo para el arbitraje de la deuda; impuestos globales; elementos de una política fiscal y social global con carácter redistributivo; y el apoyo a los derechos de los trabajadores y su sindicalización, así como sistemas solidarios en escala planetaria, tanto por razones de solidaridad como para aumentar la demanda agregada global.

    Por qué el keynesianismo global debe ser democrático

    La gobernanza tiene implicaciones para el poder y la democracia. Si bien el incremento de la autonomía de los estados con respecto a la conducción de sus políticas económicas podría ser deseable en algunos aspectos, las iniciativas a favor del fortalecimiento de la gobernanza y el desarrollo de nuevas instituciones globales, que sigan los lineamientos keynesianos globales propuestos, apuntan en otra dirección: hacia la democracia global. Sin embargo, las propuestas para la gobernanza global de 1940 del propio JM Keynes fueron bastante problemáticas, ya que partieron de una variación del sueño liberal decimonónico de la armonía utópica. Si bien según la argumentación de Keynes los mercados basados en el laissez faire no pueden garantizar una auténtica armonía de intereses (o resultados colectivos óptimos), a partir de un apropiado diseño institucional colectivo la economía internacional puede convertirse no solo en un juego de suma cero, sino también en uno equitativo y justo para todas las partes.

    En un mundo marcado por la pluralidad de fuerzas y visiones, con relaciones sociales cambiantes, no cabe la armonía. Debe ser posible el diálogo y la controversia política pacífica en torno a políticas e instituciones. En las sociedades complejas con una sensibilidad moral fuerte la justificación normativa del ejercicio del poder político y, a largo plazo posiblemente también, su aceptabilidad en los hechos dependen además de la justicia social y de la participación ciudadana activa en las prácticas democráticas.

    Por estas razones la democracia puede y debe ser instrumentada de modo transnacional y global; de lo contrario los sitios y mecanismos de poder ya existentes y emergentes carecerían de legitimidad. La democracia se concibe mejor como un proceso de democratización. No existe un modelo que agote todas las posibilidades democráticas; y sin movimiento alguno hacia una mayor democratización, una fuerte tendencia hacia la corrupción y la acumulación de poder podría prevalecer fácilmente en una democracia en condiciones supuestamente estables, cualquiera sea el contexto.

    Las propuestas del keynesianismo global requieren un modelo de estructura práctica e institucional que no existe en la actualidad, pero cuya realización debe ser políticamente posible y que debe ser factible como una alternativa para la organización de las prácticas y relaciones sociales. Por ejemplo, una organización global impositiva, que estaría a cargo de las definiciones prácticas y redistributivas en un área específica, podría combinar de forma novedosa los principios de la democracia interestatal (consejo de ministros), la democracia representativa (representantes de los parlamentos nacionales en su asamblea democrática), y democracia participativa (representantes de la sociedad civil en su asamblea democrática). De esta manera estaría abierta a diferentes puntos de vista, capaz de reaccionar con celeridad ante cambios inesperados, y calificada para asumir nuevas tareas, si fuera necesario.

    Organizaciones con funciones diferentes cuentan con una estructura de membrecía diferente, conformada mayoritariamente por estados y organizaciones no gubernamentales. Más allá de que sean viejas o nuevas, todas esas organizaciones pueden ser (re)construidas sobre la base de una variedad de normas y principios democráticos. Emergería entonces, por lógica, un sistema de gobernanza global compleja no centralizado, no territorializado y no excluyente. Sería incluso posible pensar en la coordinación de la política económica global entre los estados y esas organizaciones, sin la necesidad de crear un nivel territorial general por encima de todos los otros espacios y niveles de la gobernanza global. No obstante, la autoridad coordinadora podría ser una asamblea representativa globalmente electa con limitados poderes no soberanos. Desde el keynesianismo global democrático se podrían crear visiones similares sobre el banco central global. Por definición, el proceso de democratización global tiene un final abierto.

    Descargue este artículo en pdf

    Heikki Patomäki es profesor de Política Internacional de la Universidad de Helsinki, Finlandia. Los últimos libros en inglés publicados por el autor son The Great Eurozone Disaster. From Crisis to Global New Deal (El gran desastre de la zona euro. De la crisis al new deal global(Zed Books, 2013) y The Political Economy of Global Security. War, Future Crises and Changes in Global Governance (La economía política de la seguridad global. Guerras, futuras crisis y cambios de gobernanza global(Routledge, 2008). Patomäki ha participado en el movimiento Attac desde sus comienzos. Es candidato al Parlamento Europeo por la Alianza de la Izquierda.

    Las opiniones expresadas en esta publicación no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Friedrich-Ebert-Stiftung.

    Posted in: el keynesianismo democrática,la coordinación política y económica,la gobernanza global,la solidaridad internacional
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